jueves, 28 de abril de 2011

La zorra y las fotos

La madre de Claudia dio ayer, por fin, señales de vida. Llegó a media noche. Acelerada. Cualquiera adivinaría que se había metido algo. Tiró el bolso en el sofá y se sentó. Supuestamente de forma sexy. Ni la miré. Entonces se levantó. Me dijo que si no iba a preguntarle. Le dije que no. Se enfadó más. Dijo que estaba bien. Dijo que quería llevarse a mi hija, quien ya dormía. Le dejé claro que ni la vería. Avanzó hacia las escaleras. Me interpuse. Se puso a gritar. Sentí ganas de abofetearla. No le di el gusto de tener un parte de lesiones. Por suerte el chico estaba despierto. Es interno. Lo mismo hace de cocinero que de asistente. Lo que necesite. Anoche acudió como testitgo. Al verlo la zorra decidió que las uvas no estaban maduras. Cogió su bolso y se marchó. Me aseguré de que subía al coche y salía de la urbanización. Al volver el chico me entregó una cámara de fotos. Accidentalmente se habría caído del bolso de la huidiza. Se ve que consiguió alterarme. En condiciones normales no lo habría tomado como algo casual. No lo fue.

Esta mañana usé la cámara para hacer unas fotos detalladas de la espada. Tiene mejor calidad que el móvil. Luego se la di a Aurelia para que las sacara e investigara un poco. Que averiguara también algo de los chinos. Al poco me devolvío la cámara. Estaba algo nerviosa. No le di importancia. Después de un par de broncas a los de ventas fuimos a desayunar. Aurelia se excusó y no bajó. Al subir decidí borrar las fotos. De paso darle el gusto a mi mujer de ver lo que quería enseñarme. No dejó la cámara de forma casual. La muy puta. Había imágenes de un niñato desnudo. Valiente idiota. ¿Y si hubiera caído la cámara en manos de Claudia? Probablemente Aurelia las había visto. Joder. Lo mismo cree que fui yo quien las hice. Tendré que hablar con ella. La invitaré a cenar. La excusa del informe confidencial de los chinos es buena. No es que me importe que piense que voy por ahí poniendo el culo. Por que está claro que el chaval es de los que embisten. Buen sable, sí señor.

Me veo tentado de subir una imagen. No, no lo haré aunque se me ocurre que tal vez pueda localizar al chico. Una cosa así podría devolverme la custodia de Claudia. Está claro que su madre no está en condiciones de cuidarla. Llamaré a mi abogado para comer.

Hoy va a ser un día movido.

lunes, 25 de abril de 2011

Espiga de arroz

Hoy ha resultado ser un día extraño. Reconozco que por primera vez en mucho tiempo estoy desconcertado. Será mejor que vaya a cenar...

Aunque antes quiero dejarlo por escrito. Tal vez luego tenga que repasarlo. Mejor que comience por el principio. Aunque hoy es festivo en el colegio de mi hija, esta mañana Claudia se levantó e insistió en que la acercara a clase. Por lo visto tenían actividades programadas (no daré detalle) y no quería perdérselas. El plan era que su madre la recogiera directamente. O eso me dijo la niña. Por eso llevamos también la maleta, que dejamos en la conserjería. No era la úncia.

Llegué algo tarde a la oficina. Lo justo para matizar los detalles de una reunión con un grupo de banqueros chinos. Parece que el ICBC ha abierto brecha. Pronto sabremos leer ideogramas. Al tiempo. El caso es que avisaron de que llegarían tarde. La reunión pasaría a ser un almuerzo de negocios. Mejor. Así tendría la manaña libre. Hacia las doce volvieron a llamar. Esta vez cancelando la reunión definitivamente. Lo peor: sin una nueva fecha a la vista. Fue extraño. Dije a Aurelia que tratara de averiguar algo. Es mosqueante. Supone que tiene algo que ver con un incidente en el gobierno chino. Le dije que preparara un informe. Debería haber estado más atento.

Cuando salía para comer llamaron del colegio de Claudia. Nadie había ido a recogerla. Tiene cojones. Salí a por mi hija. De camino llamé a la zorra de su madre. No cogía el teléfono. Llamé al fijo. Nada. Que la follen. Recogí a mi hija y llamé a la oficina. Me tomaría el resto del día libre. Comimos en un restaurante. Sonó el móvil un par de veces, pero lo ignoré. Mi hija necesitaba la atención que le había negado su madre. Y un extra. Pidió carne. Rió mientras se la partía en trocitos. Como cuando era pequeña. La muy zorrilla no dejaba de aludir al brazo roto. Por mi culpa. Sí, pequeña arpía. Me hice el avergonzado. Obedecí sus caprichos sumiso. Luego fuimos al cine. Dimos un paseo. Cosas sencillas.

Hemos llegado a casa hace unos minutos, apenas lo que he tardado e escribir esto. El guardia de la entrada a la urbanización me ha dado un paquete. Mientras Claudia se ponía cómoda y pide unas pizzas lo he abierto en el despacho. Normalmente lo habría hecho delante de ella. Algo me dijo que no lo hiciera. En la alargada bolsa de papel había una caja también larga. Muy larga. Y estrecha. De madera. Sin decoración. Al abrirlo he visto la espada. Y una nota. Ideogramas. Detrás la traducción. Un regalo de la delegación de banqueros chinos excusándose ceremoniósamente. Un regalo excesivo. Un espiga de arroz. Un auténtico sable Miao Dao del siglo XVI. Lo he cogido y dado unos pases con él en el despacho. Me he sentido poderoso. Luego recordé el aviso que me hizo nuestro amigo soñador. Me he asegurado. La espada está afilada. Lo he confirmado. Es un atuéntico regalo de los chinos. La propia Aurelia lo trajo casa...

Suena el teléfono. Es la madre de Claudia. Se ponga como se ponga mi hija dormirá hoy en mi casa. Hoy ha sido un día extraño. Reconozco que por primera vez en mucho tiempo estoy desconcertado. Será mejor que vaya a cenar. 

miércoles, 20 de abril de 2011

De Claudia y la Ira

No voy a disculparme por la entrada anterior. No digo en ella nada que no piense (sí, que sois idiotas). Pero lo cierto es que no la habría escrito, o al menos no en ese tono, de no haber estado a punto de quedarme sin Caludia estos días.

Rebeca, lectora asidua y futura ex-amante, deja caer en sus comentarios que le gusta el amor que siento por mi hija. Bien. Se equivoca. No es amor. O al menos no lo que el amor debe ser. Como decía Ortega y Gasset (cito de memoria) el amor es dar. Y, claro, que le doy cosas a Claudia. Pero es de un modo interesado. Puro egoísmo. Lo hago por lo que me da ella a mí. Ya sea el chute químico que revoluciona el cerebro de un padre cuando está cerca de sus hijos. Nada especial. Mera adaptación evolutiva para que las crías no sean avandonadas a su suerte. Así, soy adicto a Claudia.

La verdad es que no tenía ni idea de nada de esto cuando decidí tener descendencia. Fue toda una sorpresa. Una desesperante sorpresa. No. Al principio simplemente me movió el deseo de tener un heredero. De hecho quería un hijo. Un pequeño cabrón que siguiera mis pasos cuando ya no estuviera. Sí, una crisis existencial tópica. Probablemente producida por un desajuste hormonal. Así, busqué un útero fresco y me encargué de convencer a su dueña de que me dejara usarlo a placer. Nunca quise a la madre de Claudia. De hecho nos separamos al poco de nacer mi hija (y comprobar que era mía con varias pruebas de ADN). La verdad es que debería haber optado por un vientre de alquiler en los EE. UU. Pero entonces no sabía lo que sé ahora.

El caso es que cuando la madre de Clauida me insinuó que sería mejor que se fuera con ella a Salamanca en lugar de quedarse conmigo estas fiestas tuve un ataque de pánico. Sin más. Colgué  y me senté en el suelo. El pulso y la respiracióna acelerados. Sudor frío. Temblores. Y un terror infinito. Tardé, pero me recompuse y volví a llamar a mi ex mujer. No me costó convencerla de que lo mejor era cumplir con el acuerdo acerca de la custodia de Claudia que firmamos ante el juez. Fui muy educado. Descargar sobre ella mi ira habría sido un error. Sé que graba las llamadas. Podría usarla contra mí. Tal vez con razón. Poco después escribí la entrada.

Esta tarde fui a por mi pequeña arpía. Hemos llegado a mi casas justo cuando se ha desplomado el cielo sobre Madrid. Hemos estado viendo la tormenta desde el ventanal. Sin más. Uno junto a otro. Inmóviles tras el cristal. Seguros de que la rabia del agua no lo traspasaría. Sin inmutarnos ante los inesperados rayos. Porque Claudia sabe que no pueden hacerle daño a mi lado. Porque yo soy el animal más peligroso del mundo cuando no tengo mi droga a mano.

Gracias por facilitar nuestro trabajo, idiotas

Pues sí. Sois idiotas. No por lo que se mueve por ahí atribuido a Pérez Reverte (que también).

Sois idiotas porque os dejáis ganar la batalla más importante. La única contra la que estamos perdidos los que queremos controlar vuestra mente. Al menos los que os queremos hacer creer que necesitais la mierda que os vendemos. Sois idiotas porque nos dejáis robaros el arma más fabulosa que tenéis a mano: La Palabra.

Ved si es importante la palabra que hasta en la Biblia se identifica a Dios con el verbo. Para los antiguos egipcios las palabras eran tan importantes que con sólo decir o escribir algo se hacía realidad (por eso muchos geroglíficos aparecen tachados o mal escritos a posta).

Pero vosotros, idiotas, nos dejáis destruir el lenguaje. Vuestro lenguaje. Y con él la capacidad de razonar. De pensar. Hasta incluso de soñar.

Gracias. Seguid usando eufemismos. Seguid viviendo con mil palabras. Seguid desdeñando la lectura y todo lo que huela a cultura. Gracias, queridos idiotas.

Luego os quejaís de insatisfacción. La misma que yo y los míos nos encargamos de potenciar sutituyendo vuestras necesidades por otras que nunca podréis pagar. Tal vez con un préstamo. Aún así. Cuando estéis a un paso de alcanzar el objeto de vuestro deseo manipulado lo cambiaremos. O mejor, justo cuando ya sea vuestro. No obtendréis nada. Porque no tenemos nada que ofrecer.

 Eso lo sabríais si no fuérais idiotas. Si detrás de cada violación del verbo os revolviérais pidiendo justicia. Si revindicárais la riqueza de vuestro pensamiento. Pero no. No haceis eso. Asumís nuestro mensaje como propio. Hasta lo repetís y difundís, así sea un eslogan de zapatillas deportivas o de guerra. Idiotas, que sois idiotas.

De hecho aún instituyendo la idiotez de forma oficial no os movéis del pesebre. Cada reforma del sistema educativo genera más ignorantes. Las humanidades se desprecian por improcutivas. Aún así tenéis la oportunidad que nadie ha tenido antes para armaos contra nosotros (sí, coño, la red) y la dejáis pasar. Así os merecéis todos lo que os cae encima. Todos los palos que os den vuestro amos. Porque no llegáis ni a animales de carga. Burros. Mulas. Que sólo quieren pacer. Que cuando se les carga y tira de ellos andan. Y si no a palos. Y con más carga. Y más palos. Y ellos arrean y pacen. Paceis y arreais con lo que os echen. Porque sois animales de carga idiotas. Esclavos que desprecian la espada que acabaría con sus problemas.
Así os va. Así nos va.

Y por eso os damos las gracias.


Va, me dáis pena. Os facilito un poco la tarea. De nada:

lunes, 18 de abril de 2011

Al olor de la sangre

Que vivimos en un país de carroñeros no es algo que descubra a nadie. Sólo hay que hacer un poco zapping entre las cadenas de más audiencia para ver qué vende. O por las de menos para ver qué es lo que esperan hacer vender. De hecho una de las campañas mejor situadas (y eso que es de la competencia, me jode reconocerlo) en la parrilla es de una crema con veneno de serpriente que patrocina algunos de los reportajes más viperinos de telecinco. Chapó enemigos. Yo mismo, no lo negaré, soy una hiena. Pero al menos las hienas, al contrario de lo que se piensa, nos buscamos nuestras propias piezas.

Este fin de semana ha sido movidito. Para empezar mi pequeña arpía estaba cabreada conmigo y fingió no querer quedarse en mi piso. Mentía. Aunque su madre no le dio pie a reconocerlo. Ya tenía planes y metió pataleando a Claudia (no, no se llama así mi hija, me permitirás esta mentira piadosa para preservar algo su intimidad) en el coche no sea que me largara solo y le jodiera la noche, en vez de jodérsela el nuevo yogurín del que pretende que me encele. El caso es que a la segunda rotonda Claudia ya estaba calmada. Paré a echar gasolina y le dije que si me decía a qué venía tanta gilipollez le dejaría subir delante. Le encanta sentarse delante. A mi lado. Accedió. Me contó una mentira improvisada. Entendí que simplemente quería hacerse de rogar. Subió delante y todo quedó olvidado. Pero divago. El caso es que el sábado fuimos a patinar al retiro. No le gusta tanto como verme hacer el payaso. No tengo muy buen equilibrio. Siempre acabo cayéndome. El sábado me caí encima de suyo y le partí un brazo. Ha estado desde entonces en el hospital. Un hospital saturado. La fractura requería una cirujía que hasta esta mañana no han podido realizarle. Así pasamos el fin de semana en el Gregorio Marañón.

Sí, el mismo hospital donde también ingresó un farandulero de estos de medio pelo. Un ex cornudo de alguien, un pitoniso o qué. El caso es que ayer por la tarde lo ingresaron y al poco estaba la entrada del hospital lleno de chacales. Los pude ver cuando vino la madre de Claudia y bajé cenar algo a la cafetería. Allí se me acercó uno. Tardé un poco en darme cuenta.

−Perdone, ¿le importa que me siente aquí?, está todo lleno −sí que lo estaba, así que no me importó. Le hice un gesto con el mentón que intuí suficiente para indicarle que tendría sitio pero no charla. No lo captó.
−¿Algún familiar enfermo? Oh, claro... ¿qué pregunta, verdad? −el perro era novato, se le notaba nervioso.
−Espero que no sea algo grave.
−No: mi hija se ha roto el brazo −no sé por qué di tanta información.
−Oh..., vaya, vaya, lo siento...
−Gracias.
−No, de nada, de nada... −el cachorro comenzó a sudar. Tuve una arcada. Literalmente. Intenté evitar verlo y me fijé en la tele. Fue un error. Estaban sacando la entrada del hospital. "Cubriendo" el caso.
−¿Se ha enterado? ¿Sabe quién está aquí?
−No −dije−, y tampoco me interesa demasiado −añadí para que me dejara tranquilo.
−Ah..., vale... perdone −hizo ademán de levantarse, pero se volvió a sentar. Dejé el bocadillo en el plato y me puse a finjir que miraba algo en el móvil.
−Vaya, buen cacharro se gasta. Seguro que tiene una buena cámara −ahí ya le pillé.
−Doce megapixels, grabacion HD...
−Vaya..., ¿y tiene para mucho? con la rotura del brazo digo −el idiota no sabía como pedirme lo que ya sabía que me iba a pedir.
−Un par de días.
−Oh... una pena de fin de semana −opté por ayudarle.
−Sí.
−Bueno, bueno... No hay mal que por bien no venga −me hice el sorprendido.
−¿Cómo?
−Vale que con lo del brazo de su hija... El caso es que podría sacar un dinerillo de esto −acentué el gesto. El tipo se confió, se acercó y bajó el tono.
−Supongo que le darán un pase nocturno, para estar con su hija... Si usted me lo hiciera pasar..., o pudiera conseguirme uno... yo... la agencia le estaría muy agradecido.
−¿Cuánto?
−Bueno, no puedo prometer mucho, pero qué mnos que cien euritos −ahí me carcajeé en su cara. Me levanté y me fui fuera a fumar. El tipejo apareció poco más tarde, guardando un teléfono.
−Oiga... he hablado con mi jefe... y..., lo mismo podemos llegar a trescientos.
Ahí estaba ese pringao. Seguramente un becario. Ofreciéndome la mitad de su sueldo para poder colarse y hacer unas fotos a un estafador que se habría puesto de coca hasta el culo. Al otro lado de la calle estaba el resto de la jauría con cámaras y micrófonos. Detrás de unas vayas que habían instalado los municipales. Rabiosos ante la falta de noticias. Gruñéndose unos a otros. Ladrando en directo. Miré al cachorro. Seguía sudando. Daba asco. Le ofrecí un cigarro. Le dije.
−No voy a darte el pase −intentó decir algo pero no le dejé−. Ni por trescientos mil euros. Lo mismo con estas pintas no lo parece, pero gano al mes lo que tú no ganarás al año en mucho tiempo −el chico se contuvo al mostrar desprecio, o lo tenía tan claro como yo−. Pero voy a hacer algo por ti −ahora era él el sorprendido− voy a seguir hablando contigo un rato y tú mientras vas a ir escribiendo lo que te parezca en tu libretita ¿tendras una no? Bien, tus colegas te están viendo hablar conmigo, pero como tú eres un pringao y yo un desconocido nadie nos hace fotos ni nos grava. Así que cuando termines de inventarte algo te vas para allá como si yo fuera Dios Padre y te hubiera dado las Tablas de la Ley. ¿De acuerdo? Comencemos...

Estuvimos unos mintuos haciendo el paripé, el chico no dejaba de darme las gracias. Una pena. No parecía idiota del todo. No sé qué se inventó. Espero que fuera algo dramático. Impactante. Aunque dudo que mucho más que lo que ha sucedido hace unas horas. Por lo visto el pitoniso se ha estampado contra el aparcamiento. Antes que brotara la sangre seguro que ya había fotografos a su vera. Supongo que mañana me enteraré en la oficina. Sí. A las hienas también nos gusta picotear un poco de mierda ajena de vez en cuando. Y es que nos encanta reírnos.

Por cierto, los buitres aún sobrevolarán algo más el Gregorio Marañón. La guapísima Silvia Abascal está también ingresada. Un ictus. Lo ha comentado la madre de Claudia mientras las llevaba a casa. Me hubiera gustado verla, ha concluído. Me he contenido. No está bien que una niña oiga a su padre llamar zorra a su madre. Aunque sea cierto. Aunque ya lo sepa. Sólo espero no tener tonterías. La Semana Santa es Sagrada para Claudia y para mí.

viernes, 15 de abril de 2011

Gatillazo

Me pongo y no me sale nada. Tengo la idea en mente, tengo el suceso, la anécdota. Tengo hasta la reflexión y la puerta a la verdad tras la apariencia. Tengo la conclusión. Pero no puedo. Estos días me he puesto varias veces a escribir una nueva entrada y no he pasado del título. No me molesta demasiado. Si el blog se queda sin entradas durante unos días o hasta semanas no es lo que más me preocupa. Sin embargo resulta molesto tener ese muro delante y no poder dejar fluir lo que, por otro lado, tenía completamente desarrollado. Pero nada, a la hora de la verdad nada. El propio deseo bloquea la puerta hacia su satisfacción. Paradójico.

Me consuelo con algún comentario en la cafetería con la gente de la oficina. Pero no es lo mismo. Ellos ríen y me dan la razón más por seguidismo que por convicción. Tanto hombres como mujeres. Sólo Aurelia se atreve a contradecirme, incluso desata su indignación cuando fuerzo la máquina. Es curioso ver como sus compañeros la dejan sola. Son una panda de perros salvajes. Alguno incluso se atreve a defender mis argumentos, con más vehemencia incluso. Imbécil. No daré nombres, claro. Bastantes evidencias doy ya. Eso sí, después de las fiestas conocerán a uno en las oficinas de desempleo. Estoy cansado ya de su falsa lealtad. Además hace tiempo que esta oficina necesita un golpe de efecto. Y siempre me gustaron los procesos de selección.

Vaya, parece que el bloqueo pasó. Supongo que aún no estaba listo para sacar a la luz esos borradores. Tal vez sea mejor centrarme en las cosas del día a día. Bueno, llamaré al personal y bajaremos a tomar un café. A ver quién es el primero en dejar tirada a Aurelia. Sí, estoy pensando en despedir a dos empleados.

martes, 12 de abril de 2011

Mi nombre no es mi nombre

Yo no soy Faustino.

Menudo verdaderódromo he montado cuando, nada más entrar, ya comienzo a traicionar el espíritu que quiero imponer. Pero creo que es obvio, o lo llegará a ser, que no puedo dar mi verdadero nombre. Además, no sería oportuno. El mío no es el nombre de alguien que va con la verdad por delante. No. El mío es el nombre de un embustero profesional. Sí, soy publicista. 

Al comenzar con este cuaderno de confesiones no lo dudé: necesitaba un nombre honrado. El de mi padre. Faustino. 

Faustino era uno de esos hombres que creían en las palabras. Lo que salía de su boca era ley. Y si por error, o desconocimiento, o inducido por otro, salía algo indigno de ella no descansaba hasta corregir las faltas que creía haber ocasionado. Lo dicho era un compromiso inquebrantable. Si te daba los buenos días te los deseaba sinceramente. Si no, simplemente se anunciaba con un "hola" insignificante. Sólo decía adiós a amigos moribundos, o a enemigos con los que nunca más habría de hablar. El resto de despedidas eran encomiendas del tipo hasta, algún nos vemos o en casos especiales un significativo hablamos. Cuando mi padre te decía que te llevaría a tal o cual sitio, o que te compraría tal o cual cosa, podrías darlo por hecho. De igual manera cuando decía que no, así bajara Dios en persona para concederte tu deseo que él se lo impediría. Ese honor atado a la lengua le trajo más de un problema. Faustino era carne de cañón para tipos como yo. Incluso lo fue para mí. Con el tiempo mi padre comenzó callar. Se dio cuenta de que, en general, le salía más rentable el silencio. Sólo hablaba con aquellos con los que sabía seguras sus palabras. Al final sólo mi hermano era digno de su confianza. Hasta le hizo prometer que no comentaría sus charlas con nadie. Y claro, él, honrado con ese tesoro, no faltó a la promesa. Cuando le preguntaba se limitaba a dar un parte médico. No es que me importara demasiado, al fin y al cabo mi padre ya me dejó las cosas claras. Sí, fui digno de uno de sus adioses. Tal vez del último que dirigió. Supongo que al despedirse de mi hermano le diría adiós. Pero el buen hijo ni siquiera rompió el secreto de confesión tras la muerte de Faustino. No es que me importen las últimas palabras de mi padre. Puedo imaginármelas. Puedo imaginar cómo advertiría a mi hermano sobre mí, cómo se quejaría de mi falta de honestidad, cómo lamentaría que no hubiera aprendido nada de él. O, tal vez, tras aquel adiós no volví a ocupar la boca de mi padre ni su pensamiento.

Menudo verdaderódromo que he inaugurado mintiendo. Porque yo no soy Faustino. No soy mi padre. Ni tampoco quiero serlo. Y, sin embargo, lo quiero.


lunes, 11 de abril de 2011

Por qué un verdaderódromo

Estoy harto.

Probablemente sea lo más cierto que puedo escribir. Y, sin embargo, no es cierto. O no del todo. Porque si realmente estuviera harto haría algo por cambiar mi situación. ¿Es esto algo? Supongo que técnicamente sí. Que venir a gritar en este pozo sin fondo es un paso.

Un paso. Como si caminara hacia alguna parte. Maldito lenguaje. No. Esto no es un viaje. Este blog es más bien un desahogo. Una forma de no pagar a una psicóloga recién doctorada, a la que hacer creer que la necesito para no terminar volándome los sesos, y eventualmente follarme, provocándole de paso una crisis vocacional.

Sí: soy un hijo de puta. Desde su acepción más metafórica a la más literal. Pero eso se supone que no lo sabe nadie. Mentira. Una de las primeras. Otra más. De esas que me han hecho mentir al decir que estoy harto. Porque, en el fondo, me gusta. Me encanta mentir. Ya dije: soy un hijo de puta.

Y un padre de puta. En realidad la idea de este diario me lo dio mi hija pequeña. Sí: mía, no hay duda al respecto. Aprendió a mentir antes que a hablar. En unos años no quisiera ser yo el patán que se cruce en su camino. Pero de ella ya hablaré, supongo, más adelante. El caso es que hoy la pillé (más bien me dejó que la pillara) escribiendo en un cuaderno pequeñito que metió rápidamente bajo el cuaderno más grande donde hacía los deberes.

−¿Qué tienes ahí? −le seguí el juego.
−Nada −, dijo con su cara de princesita Disney.
−Vale –, añadí como si realmente no me importara.
−Es un verdaderódromo.
−¿El qué? –mi pequeña sirena captó mi atención.
−Una libretita donde apunto cosas que son verdad.
−¿Y eso?
−No sé... –, se encogió de hombros no era la pregunta que esperaba. Se quedó mirándome para que se la hiciera. No le di el gusto; ya había tenido suficientes victorias a mi cuenta.

Me vine al dormitorio y me he puesto con esta cura de sinceridad. Por favor. Suena ridículo. Pero el caso es que algo tengo que hacer. Porque sí. Es cierto. Como todo lo que tire por esta exclusa al vacío sin eco. He de reconocerlo: estoy harto